Sam está a punto de cumplir los dieciséis años y su pasión es el skate. Vive en el norte de Londres con su madre, una joven divorciada que explica con más frecuencia de la que Sam quisiera que es sólo tres años mayor que David Beckam, y cuatro que Jennifer Aniston. Pero por el momento, y a pesar de las caídas de la tabla y los temores y temblores de la adolescencia, a Sam las cosas no le van del todo mal. Ha superado el duro período de la separación de sus padres y los problemas con las odiadas matemáticas. Y ha conocido en una fiesta a Alicia, se han enamorado, y están en esos eufóricos, anfetamínicos, intensos días del primer amor y de la primera vez. Porque Sam todavía no se ha acostado con nadie, y no es muy fácil encontrar con quién hablar de ese asunto del sexo cuando tienes una madre de treinta y dos años que le gusta mucho a tus amigos. Pero, a pesar de tanta excitación, el chico no se siente muy optimista con lo que le espera en la vida. Es que, como él mismo dice, se supone que los hijos siempre hacen las cosas mejor que sus padres, y si el progenitor trabajaba en las minas de carbón el hijo jugará en un equipo de primera división, o inventará internet, por ejemplo, pero sucede que en su familia siempre tropezaron con el primer peldaño, y a veces ni siquiera encontraron la escalera. Y su madre tenía dieciséis años y su padre diecisiete cuando ella quedó embarazada, y se les acabó el mundo tal como lo habían esperado. O sea que entre los suyos parece haber un gen que les impide terminar normalmente el colegio y cumplir los sueños familiares de ir a la universidad y ascender en la escala social. Y Sam, dentro de muy poco tiempo, se enterará de lo que todo el mundo sabe, que lo que más secretamente tememos siempre sucede. O sea que tendrá que vérselas con una iniciación a la vida muy, muy movida. Y unos cuantos peldaños con los que tropezar...