1927. En Espinazo, Nuevo León, el Niño Fidencio hace milagros entre cientos de enfermos: tira manzanas que curan, pone emplastos de gobernadora y miel, con un trozo de vidrio abre cabezas y piernas infectadas, y difunde a su muy singular manera la palabra de Dios. En medio de aquel campamento en el desierto se respiran la desolación y el dolor pero también la esperanza. El país se desangra víctima de una guerra santa y este rincón aislado del mundo alberga no sólo al santón del norte y sus dolientes: también conviven en él un periodista escéptico, antiguo escudero del primer alcalde socialista de Acapulco, ese hombre que sabía sobrevivir a los tiros de gracia; un mago que busca vengar el asesinato de su amada mujer-serpiente, un pintor de milagros, un espía educado para escrutar el mal en los rostros humanos, un enano Caballero de Colón, un monstruo enfermo de melancolía, una hermosa dinamitera. Todos, camino al infierno o ya instalados en él, asisten a un espectáculo imposible: la visita del demonio al santo, mientras una conjura se teje en las sombras para impedirlo.