En su diario, Kafka anotó lo siguiente: “Día perdido. Visita a la fábrica de Ringhoffer, seminario de Ehrenfels, luego en casa de Weltsch, cena, paseo, y ahora, a las diez aquí. Pienso continuamente en el escarabajo negro, pero no escribiré”. Un año antes había terminado de escribir la novela que ahora es un clásico mundial: La metamorfosis. ¿Dudaba de su obra? ¿En ampliar el texto? ¿En qué pensaba? No lo sabremos nunca, pero su lectura causa el mismo efecto: uno piensa en el insecto para el resto de la vida.
A Kafka le gustaban los perros; admiró el teatro yiddish; frecuentó diversos grupos intelectuales; pasó largas temporadas en clínicas y sanatorios; admiraba a un tío materno; masticaba la comida setenta veces antes de tragársela, según confesión propia. Pero hubo una circunstancia que lo llevó a escribir un testimonio desgarrador: nunca se sintió querido por su padre.